Demasiado tarde (relato corto) capítulos V y VI

Capitulo V

Percibió profundamente su fracaso y la soledad que tanto había perseguido y finalmente encontrado, se volvía violentamente contra él. Recorría la casa de punta a punta dominado por una desorientación mental y física que le provocaban comenzar cien asuntos sin llegar a concluir ninguno de ellos. Penetró en un círculo vicioso y destructivo que fue el detonante para que se reavivara con mayor intensidad su ya de por si desbordado apetito por el alcohol. En uno de aquellos días tormentosos realizó una visita al supermercado e hizo el suficiente acopio de bourbon como para abastecer a todo Tennessee. Adquirió además una exagerada cantidad de tabaco y una no tan grande de alimentos sólidos con la intención de pertrecharse en el apartamento y dejarse llevar por aquel cauce de abandono que le había engullido. Encerrado, fueron pasando los días sometido a un agudo estado de bipolaridad y tan pronto su mente nadaba entre la ansiedad y la desorientación como que le asaltaba una euforia que le conducía a planificar mil proyectos diferentes. Pero ante la imposibilidad de llevarlos a cabo debido a su lamentable estado, se sumía de nuevo en el más quimérico de los desánimos. 

Aunque su salud mermaba acusadamente día tras día decidió no acudir al centro médico, creyendo hacerse fuerte en su casa a base de alcohol y anfetaminas. Varios días después, amaneció tirado sobre la alfombra del salón, rodeado de un insoportable hedor a causa de los vómitos y la orina derramados sin consciencia ni control. Las siguientes jornadas transcurrieron grises, igual que el invierno que comenzaba a ceñirse sobre el paisaje exterior. No le permitía al cuerpo recuperarse de la última borrachera ya que apenas volvía a abrir los ojos y se empapaba ligeramente la cara bajo el grifo del lavabo, se dirigía a llenar el primer vaso de licor. Resultaba evidente que uno de los usos que había abandonado era el de consultar el día o la hora en los que vivía, ayudado tal vez por el hecho de no haber subido ninguna persiana durante todo aquel periodo de tiempo. 
En uno de esos escasos momentos de sueño estéril en los que se sumía vencido por el agotamiento que le provocaban sus hiladas borracheras, estuvo a punto de fallecer infartado. Desacostumbrado a que el teléfono diese señales de vida, le sorprendió aquel día mientras roncaba desparramado sobre el suelo, en un rincón del dormitorio. Se incorporó aturdido y desorientado, con los párpados hinchados y prácticamente pegados. El corazón luchaba por salirse del pecho en un latido seco y potente y su cerebro tardó en reaccionar y asimilar que el ruido que pateaba sus sienes, era el timbre del teléfono que martilleaba insistentemente. En aquel lamentable estado, la última cualidad que podía exigirse a si mismo era la posesión de agilidad. 
Para cuando quiso incorporarse de la cama y guiar sus pasos torpemente hacia el salón, el contestador automático hizo su trabajo, conectándose. Antes de abordar el pasillo que unía su dormitorio con el resto de la casa, tropezó con alguno de los tantos objetos que salpicaban el suelo en aquel caos doméstico. La debilidad de aquellos días de mal cuidarse provocó que sus piernas temblaran y perdieran el equilibrio, precipitándose hacia el suelo. Sus brazos aletearon en el aire todo lo rápido que fue capaz de moverlos en un intento baldío de sostenerse con cualquier objeto que estuviera a su alcance. Pero lo más cercano y a lo que por desgracia no puedo asirse con las manos, si no con su cabeza en un violento golpe, fue a una de las aristas que bordeaba el grueso cristal de la mesa del salón. Un ruido seco, el de su frente impactando con el vidrio, un alarido de dolor, el sonido de su cuerpo desplomado chocando inerte y sin conocimiento contra el suelo y a continuación, una voz de mujer que ahora hablaba para nadie, dejando un mensaje grabado como un eco entre la atmósfera acre de aquella casa.


Capitulo VI

Aquel agudo y punzante dolor en su cabeza no podía ser el efecto de una cogorza, pensó mientras abría levemente los ojos. Eran ya tres las semanas que llevaba encerrado en su apartamento a una media de dos borracheras cada veinticuatro horas, y ninguna había sido tan tremenda como para proporcionarle semejante resaca. Cuando se llevó temblorosamente una de sus manos al origen de donde provenía aquel doloroso malestar, contempló asustado la palma ensangrentada. El estomago se le contrajo provocándole unas arcadas que acabaron expulsando al exterior aquello que anticipaban. Se arrastró hasta el cuarto de baño prácticamente a gatas y una vez se situó en la base del lavabo, se encaramó con sus dos brazos al pilar que lo sostenía y ayudándose con ellos, logró ponerse mas o menos en pié enfrente del espejo.
-¡jooodeeer!-
Una brecha de unos diez centímetros, se extendía abierta de lado a lado sobre la piel de su frente dejando a la vista unas finas hebras blanquecinas y parte del hueso que acorazaba la parte frontal del cráneo. La sangre manaba aun lentamente por entre sus pobladas cejas, resbalando chorreante por los párpados y los pómulos, otorgándole un aspecto exageradamente dramático. Se sostuvo a duras penas mientras
contemplaba atónito la imagen de si mismo que el espejo le devolvía. El reflejo lamentable del tipo de persona en la que se había convertido. Probablemente aquel fuera el momento adecuado, el punto de inflexión donde establecer una tregua consigo mismo y reparar todo el daño infligido. Su mentón comenzó a moverse trémulo y el temblor se contagió al resto del cuerpo, anunciando que una tormenta interior estaba a punto de estallar. Era incapaz de resistir más aquel auto asedio al que se estaba sometiendo, consciente de que el alcohol y las drogas no eran la salida, si no tan solo la válvula que momentáneamente le había permitido evadirse de la realidad. Como si de un General en pleno conflicto bélico se tratase, se vería obligado ahora a luchar encarnizadamente con todos los frentes abiertos: la arrastrada esterilidad literaria, su latente y progresivo alcoholismo, el camino escogido hacia la plena soledad y a última hora, como un conocido incómodo que se une a una fiesta donde no ha sido invitado, el cáncer. Se dejó caer vencido en el taburete que había situado a su espalda, inmediatamente detrás del lavabo, apoyando la espalda y la cabeza sobre la pared alicatada de antigua losa blanquecina.
Con las piernas abiertas dejó caer sus manos unidas en medio de ellas, en un gesto de agotamiento y abandono. El temblor volvió a su mentón. Su mirada permanecía fija en el lechoso techo cuando, en un hasta ahora reprimido acto, su boca se fue abriendo lentamente mientras apretaba los ojos con fuerza. Una mueca dolorosa se apoderó de sus facciones, la frente se arrugó mientras sus puños ejercieron una fuerza tal que hubieran partido el elemento más sólido de haber estado entre ellos. La cabeza echada hacia atrás, sus mandíbulas abiertas plenamente y todos los músculos de su cuerpo contraídos, presa de la fuerte tensión. El lamento se hizo de rogar aún unos segundos más. Los que Ismael fue capaz de contenerlo dentro de sus pulmones. Un grito roto y doloroso, emergió de entre sus entrañas y se proyectó al exterior amplificado por su garganta, mezclándose con un llanto desconsolado. El gutural aullido se alzó en el aire y permaneció audible y denso durante algunos largos segundos. Extenuado por el esfuerzo y el derroche de sus últimas energías, se desplomó perdiendo una vez más el conocimiento.
Para cuando volvió a despertar, el terrible dolor de cabeza no se había atenuado. Miró lentamente hacía el suelo del cuarto de baño para comprobar que no era un sueño. Las gotas de sangre lo salpicaban todo: camiseta, pantalón, lavabo, pared, suelo...
-¿qué estoy haciendo?- preguntó al aire con un hilo de voz.

Tomándose su tiempo y derrochando las pocas energías que le quedaban, consiguió erguirse y apoyándose en las paredes, regresó de vuelta al salón para lanzarse al sofá. Finalmente, cuando fue capaz de recuperar el aliento, fijó sus pupilas en la mesa de centro sobre la que reposaba, ya olvidado y cubierto de polvo, el informe médico que semanas atrás le había entregado el oncólogo. Estiró el brazo para alcanzarlo y una vez en su poder, abrió el sobre y lo releyó lentamente. Se detuvo en el párrafo donde aparecía en letra negrita el diagnóstico y su mirada se estancó sobre aquellas concisas palabras. Desparramó el documento sobre la mesa con desinterés mesándose la barba en actitud ausente. Incorporándose con dificultad, se encaminó hacia la cocina para colmar de hielo un vaso de cristal bajo y llenarlo generosamente con una de las innumerables botellas esparcidas por doquier. Derramó algo de licor en su garganta sin tragarlo, paladeándolo lentamente como si quisiera extraerle la vida y posó el vaso sobre el cristal de la mesa con extrema delicadeza, como si ambos fueran a romperse. Aspiró todo el aire que cabía en sus pulmones en un intento de relajarse mientras se dirigía hacia la librería que ocupaba la pared principal del salón. Una de sus manos tanteó a ciegas en el interior de uno de los cajones hasta atrapar un revolver que, a juzgar por su aspecto, no había sido usado nunca. Poseía aun el brillo cromado que todas las armas pierden una vez que han sido utilizadas y que ya no vuelven a lucir por mucho que se las lustre. Lo sopesó sobre la mano derecha y con la yema de su dedo pulgar deslizó el tambor para comprobar que estaba cargado, haciéndolo volver a su lugar de origen con un golpe seco de muñeca, de izquierda a derecha. Apuró la copa de un último y prolongado trago acercándose después hasta una de las paredes del salón, completamente cubierta con un espejo de tono ahumado. Colocándose frente a él, examinó detenidamente su silueta reflejada. Apretó su mano derecha para aferrar con seguridad el revolver y llevó el frió cañón del arma hasta la sien derecha. Permaneció en esa postura durante unos segundos hasta que el pulgar se apoyó en el martillo del revolver, haciéndolo retroceder. Un sudor frío y enfermizo comenzó a cubrirle mientras presionaba algo más el cañón haciendo palidecer la piel que rodeaba la boquilla del arma. Cerró los ojos con fuerza y un par de segundos después un silbido seco y metálico atravesó la habitación poco antes de que su cuerpo se desplomara sobre el suelo. Como un aura púrpura que se extendiera alrededor de su cabeza, la sangre fue formando un espeso halo que crecía rápidamente sobre la tarima, demarcando la silueta de su cráneo.
(Continuará)

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